Italia ayer
Un Duce americano
Italia hoy
Sí: han vuelto, como si la historia no les hubiese propinado un escarmiento. Se dicen populistas pero son fascistas de nueva y vieja cepa. Son reaccionarios y son populares. Contra este movimiento se yergue, como siempre, la voz de la razón y la denuncia de la mentira que desfila en nombre del pueblo. Como casi siempre, la voz de la razón es impotente, salvo como testimonio y advertencia. Quiero sumar mi voz a esa voz. Frente al fascismo corresponde decir, con don Miguel de Unamuno: “Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha.”
A Unamuno agrego Leone y Natalia Ginzburg, Federico Fellini, Friedrich Nietzsche, Albert Camus, Thomas Mann, Alexis de Tocqueville, Johan Wolfgang Goethe, José Ortega y Gasset, Paul Valery, Max Scheler, Stephan Zweig, Menno Ter Braak, Primo Levi, Theodor Adorno, Winston Churchill, Franklin Delano Roosevelt, Giorgio Bassani, Albert Einstein, Edmund Husserl, Palmiro Togliatti, Sigmund Freud, Robert Paxton, Franz Neumann, Paul Celan, Roland Barthes, Robert Musil, Jan Patocka, Rob Riemen, Tony Judt. La lista es larga e incompleta.
Los cito en tenaz desorden. Nada parece unirlos. Los vemos distantes en el espacio y en el tiempo. Sus opiniones fueron diversas. Las posiciones políticas que eligieron o que el azar les obligó a suscribir fueron no sólo distintas sino hasta opuestas: conservadores, liberales, socialistas y comunistas. A varios los tildaron de reaccionarios. Entre ellos reconocemos a religiosos, ateos, científicos y humanistas. Algunos llegaron al poder. Otros fueron perseguidos. Varios murieron como mártires silenciosos. Hubo entre ellos quienes sobrevivieron al holocausto que supieron anunciar. Otros fueron víctimas de la mediocridad que los rodeaba. El exilio no los eximió del dolor. Sus seguidores deformaron su recuerdo. Sus obras hoy llenan una entera biblioteca. La biblioteca, decía Platón, es farmacia del espíritu. Me gustaría que mis lectores se dejasen perder entre esos anaqueles. En la disposición caótica de su lectura se encuentra el antídoto para el veneno que nos provee esta época.
Lo que une a tan dispar muchedumbre es el talento y la sensibilidad para detectar el germen de la barbarie política, o mejor dicho el virus del fascismo, que ha estado y está latente en toda sociedad contemporánea, sin excepción de las llamadas democracias avanzadas o consolidadas. En su acepción romana, latente es participio activo del verbo mas irregular de la gramática latina (fero, fers, ferre, tuli, latum), que quiere decir “portar” o “llevar consigo.” Otra acepción sostiene que la palabra proviene del verbo lateo, que quiere decir “vivir escondido.” Resulta evidente que ambos verbos, fero y lateo, están emparentados.
El fascismo histórico fue vencido de manera contundente y por la fuerza, en la segunda guerra mundial. Terminado el conflicto bélico, los vencidos fueron sometidos a una reconstrucción democrática que en general resultó exitosa. Italia, Alemania, y Japón se sumaron al club de las democracias anglosajonas y adoptaron las instituciones que hacen de sostén de tales democracias. El comunismo fue el único rival que enfrentó a las democracias liberales. Pero aun en este caso, el socialismo de estado adoptó con entusiasmo el mote democrático y anti-fascista.
La democracia triunfó, pero a condición de ser siempre adjetivada: democracia liberal, democracia popular, democracia dirigida, y –esta expresión es mas reciente y proviene de Hungría—democracia iliberal. El fascismo fue condenado al insulto y al anticuariado. Por largos años vivió escondido, en condición latente, y sólo hoy vuelve a manifestarse, pero aun así guarda un cierto pudor, no quiere decir su nombre, y se esconde detrás del populismo –término que sí es aceptado en el universo de discurso que nos rodea.
“Lo mas divertido de la democracia –se burlaba el Dr. Goebbels—es que nos proporciona las armas con la que vamos a destruirla.” Tal vez los fasces de los lictores romanos, la mano alzada, la marchas nocturnas con antorchas, y el paso de ganso, hayan pasado de moda (aunque toda moda es circular y se repite) pero no fueron mas que la manifestación febril de un estado larval, que hoy continua. Mas que las coloridas manifestaciones del fascismo, a mi me interesa conocer su caldo de cultivo.
Para explorar ese caldo de cultivo he vuelto a leer a Ortega. Antes del triunfo de la falange en España y del auge del fascismo en Italia, Ortega escribió dos series de ensayos, publicados en sendos libros. El primero lo tituló España invertebrada (1921) y el segundo La rebelión de las masas (1929). En el primero trata del separatismo regional en España. Ortega consideraba a los nacionalismos vasco y catalán como síntomas de una fragmentación mayor (de clases, estamentos, y grupos identitarios) y de la secular decadencia española. Sus reflexiones tienen gran actualidad hoy día, en que el proyecto de una unión europea está en crisis y cuando surge de nuevo el nacionalismo en todas sus formas: en Escocia, Cataluña, Padania, Macedonia, en Bélgica, Inglaterra, Italia, todo el este de Europa –y paro de contar.
Según Ortega, los países crecen por agregación de grupos distintos que se unen en torno a “un proyecto sugestivo de vida en común.” Cuando ese proyecto existe y seduce, un país o un imperio (como el romano) entran en una fase ascendente y aditiva. Cuando falta ese proyecto, entran en una fase decadente y dispersiva. Los imperios, decía Ortega, se hacen por la fuerza, pero no perduran si no seducen con ideas y modelos de organización. Roma fue un sistema predatorio y militar, pero también era un proyecto de organización universal, una manera de hacer que perduró en el tiempo y hasta sobrevivió al imperio (ejemplo: el derecho romano es la base del derecho europeo actual). Nadie mejor que el autor español para resumir la tesis: “Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo.” (España invertebrada, p.33). Sin una tradición jurídica superior, una administración idónea, un tesoro de ideas que prestan un brillo superior a la vida, un repertorio de nuevos festejos, un estado o una confederación de estados se desarticula. Así cayeron Roma, el imperio español, la Unión Soviética, y hoy están cayéndose la Unión Europea y los Estados Unidos de América.
“Reaccionario” es un término referido a ideologías o personas que aspiran a instaurar un estado de cosas anterior al presente, en especial cuando aquel estado de cosas ha sido abolido por una revolución, o debilitado por innovación (científica, social, cultural). En la tradición europea, ese estado de cosas anterior era aristocrático, oligárquico, estático y jerárquico. Quienes lo defendían eran, en suma, contrarrevolucionarios. Pero entre reaccionarios también hay novedad. Un fascista es un reaccionario con arrastre popular.
El fascismo fue un invento del siglo veinte, con el surgimiento de la sociedad de masas. El fascismo es mitológico: es un sistema cerrado de pensamiento y de acción, con ritos periódicos de unificación y de expulsión de elementos abiertos, experimentales, e innovatorios, considerados como espurios. Las masas son invitadas a participar en esa vuelta ritual a un pasado fantasioso, a condición de que adhieran al sistema de pensamiento cerrado, purificador, y persecutorio tan característico de las sociedades silvestres estudiadas por Mircea Eliade y Claude Levi Strauss. En el mundo moderno, el retorno del mito es una expresión desesperada de querer dar sentido a la vida sin tener que complicarse la vida. El mito es un terrible simplificador. Sentirse superior aun siendo el ultimo orejón del tarro: en esto reside el secreto de la fascinación del fascismo. Quienes no se dejan fascinar son enemigos del fascismo, y el fascismo lo sabe. Siempre los persigue, porque sabe que son la reacción contra su reacción.
En Ortega encontré también otra perla, que es clave para entender lo que está sucediendo en nuestro propio mundo. El estado, como el pescado, comienza a pudrirse por la cabeza. Los estados nacionales, y las organizaciones supranacionales, están en manos de políticos, burócratas, y tecnócratas sin imaginación. En el mejor de los casos son profesionales de la administración que manejan la cosa pública con pericia técnica. En otros casos, son políticos oportunistas o corruptos, y en el peor de todos los casos, son simplemente cleptócratas o mafiosos. Librado a su propia dinámica y sin contrapeso, el sistema capitalista mundial genera cada vez mayor desigualdad, descalabro ambiental, e injusticia social. Nadie desde el poder invita a la gente a hacer algo juntos que valga la pena; un ideal que despierte la esperanza y justifique algunos sacrificios. No ha de sorprender que frente a esta falta de “un proyecto sugestivo de vida en común” sólo queda el “sálvese quien pueda” y el refugio en algún particularismo de clase, estamento, etnia o región.
Los nacionalismos no son otra cosa que la forma política de esa dispersión. Las masas quedan a merced de demagogos y mitómanos que se postulan como lideres “fuera del sistema” y se ponen al frente de alguna estampida. Como decía el poeta Antonio Machado, “de diez cabezas, nueve embisten y una piensa.”
Para ser pasto de semejante manipulación, la sociedad de masas de otrora hoy se ha fragmentado en una sociedad de redes que tienden a cerrarse en compartimentos estancos, tribales. Eso no hace mas que agravar la situación. Se elimina la discusión, la inseminación de ideas, la búsqueda de un proyecto común. Ortega llamaba decadencia a esa dispersión.
El fascismo llega después como falsa solución a esa decadencia. Se propone unificar a todas las tribus en una tribu mas amplia pero sin vocación universal ni ideales elevados. Es un particularismo mas, potenciado con esteroides. Esos esteroides son: el prejuicio, el orgullo, el resentimiento y el odio proyectados hacia otras comunidades, reales o ficticias. Suscitan el peor de los entusiasmos: el de la caza y la jauría. No hay fascismo sin chivo expiatorio.
Unidos para asaltar, unidos para odiar, unidos para rechazar, y unidos para perseguir. Esa es la versión degradada del pueblo que ofrecen los fascistas. Bajo banderas, el mas bajo común denominador. En su canto de sirena, los líderes mentirosos se dicen humildes y cercanos al “hombre común”. Estar con ellos, que se dicen olvidados, es decirles: “está bien no pensar; está bien castigar; está bien destruir; está bien envidiar.” Y así caerán justos por pecadores, embolsados en un solo término –la elite—y eventualmente encerrados en el mismo campo de concentración. La concentración comienza en el discurso de estos nuevos “populistas,” para quien sabe escuchar.
Los nombres que cité al principio de este artículo pertenecen a escritores, artistas, hombres de estado, científicos, y pensadores que supieron escuchar el canto de sirena del fascismo y sus peligros, sin por ello sucumbir a su fascinación. Alexis de Tocqueville escribió sobre un nuevo despotismo popular para el que no encontraba un nombre. Wolfgang Goethe hablaba de una juventud descarriada, Albert Einstein de la estupidez que acompaña al avance científico como su sombra, Thomas Mann de los trucos de magia practicados por un demagogo, Friedrich Nietzsche, Edmund Husserl, Theodor Adorno, y Robert Musil del nihilismo europeo, Franklin Roosevelt advertía sobre el peligro de una cultura del miedo, Winston Churchill sobre la barbarie desatada en un país culto, Sigmund Freud y Miguel de Unamuno sobre el amor a la muerte, Max Scheler sobre el resentimiento como motor de la movilización, Stephan Zweig sobre la claudicación de la inteligencia europea, Franz Neumann sobre el gobierno caótico de la banda nazi, Roland Barthes sobre la prostitución del lenguaje, y así sucesivamente, hasta llegar a la desesperación de Tony Judt y de Rob Riemen en sus recientes testimonios de humanistas frente al debilitamiento de la democracia. Todos ellos advirtieron una verdad terrible: el fascismo no viene de afuera como una tormenta. Lo llevamos dentro. Para vencerlo de verdad tenemos que conocernos y desarrollar nuestras propias defensas.
Por lo demás, esta nueva época fascista que aflige al mundo terminará como ha terminado antes: en la guerra. Yo cierro esta nota como comencé, con una referencia y una paráfrasis de Unamuno. Hoy en los Estados Unidos se honran todos los días a los caídos y mutilados de guerra. Por desgracia hoy tenemos demasiados inválidos y pronto habrá más si Dios no nos ayuda.
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