Una nueva mirada comienza con un cambio de actitud respecto a cómo vemos la pobreza. Ocurre que hoy por un lado la permitimos y la toleramos, y por el otro nos incomoda. De un modo parecido a como ignoramos la calamitosa situación de nuestros hospitales…hasta que nos toca sufrirlos. Tal como negamos la realidad de nuestras cárceles…hasta que padecemos los resultados de su funcionamiento como incubadoras de sistemas delincuenciales agravados. Así como damos vuelta la cara frente a los desnutridos, frente a los desahuciados, frente a los abandonados. Los ciudadanos muchas veces permitimos que esa pobreza exista y se reproduzca. Aún no han calado hondo en el cuerpo social la dramática importancia y las implicaciones que entraña para todos la existencia de este extendido mapa de desigualdades profundas. Pensamos que es un fenómeno que afecta a algunos y a otros no, pero estamos equivocados: nos afecta a todos. No sólo su magnitud se agravó en los últimos años de tal manera que ya toca directamente a una proporción altísima de la población, sino que la parte de la población que aún no es pobre sufre sus efectos de varias formas diferentes.
Por un lado, una masa tan considerable de seres humanos carenciados incide directamente sobre el funcionamiento económico, social y político de una nación. Entre otros efectos, la pobreza masiva repercute sobre los servicios públicos básicos; sobre la carga tributaria que no es compartida; tiene efectos negativos de depresión salarial; de estrechamiento del mercado interno; genera serios problemas de inseguridad al propiciar la aparición de un caldo de cultivo funcional para transgresiones y hechos delictivos; debilita el sistema democrático y promueve anomia social porque amplios sectores no se sienten parte sustantiva de una nación. En definitiva, afecta la convivencia social porque al tolerarse valores de injusticia y extrema desigualdad se debilitan las relaciones de solidaridad y de trabajo pacífico.
La pobreza y la indigencia son quizás los absurdos socioeconómicos más dramáticos, dolorosos y costosos que afectan nuestra existencia. La capacidad productiva que se derrocha al existir este gigantesco universo de desocupados y subocupados es imponente: son millones las personas en condiciones de producir bienes o servicios socialmente útiles que, contra su voluntad, no encuentran formas o condiciones para materializar su potencialidad productiva. Hay una enorme energía social que está desmovilizada y que podría activarse para mejorar el funcionamiento nacional. Al no hacerlo estamos dilapidando un número irrecuperable de oportunidades.
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